El consumo de carne pollo es uno de los más populares en el mundo y es considerada la fuente de proteína animal más accesible. Tan solo en 2019, en México se registró un consumo de 28.59 kilogramos per-cápita, lo que coloca al país en el séptimo lugar en el consumo de esta ave según el Consejo Mexicano de la Carne.
¿Quién no recuerda el sabor incomparable de ese caldito de pollo o de gallina con verduras que la abuela nos preparaba cuando teníamos gripe o nos dolía la panza?
La avicultura en México genera cerca de 1.2 millones de empleos formales; y el consumo de sus productos directos y derivados representa 6.3 de cada 10 kilos de proteína animal que se consume en los hogares.
Desde hace algún tiempo se generó la creencia que, con la finalidad de acelerar el crecimiento y prevenir enfermedades de los pollos en las granjas avícolas, se les inyectaba gran cantidad de hormonas y antibióticos, y que éstas eran asimiladas por quienes consumen su carne.
Pilar Castañeda, académica de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) afirma que: "Las hormonas para crecimiento de pollos nunca se han usado, además, su costo las hace inviables". (gaceta UNAM Jul 25, 2019).
Distintas publicaciones a nivel mundial han desentrañado el origen de este mito originado en Europa durante la década de los cincuenta, en donde se registraron casos de niños que presentaban precocidad genital. Al estudiar a fondo los casos, se encontró que algunos alimentos derivados de los bovinos contenían dietilestilbestrol.
A partir de entonces se ha regulado el uso de hormonas y antibióticos para que no vuelvan a ocurrir casos similares.
