- 11 de mayo de 2025
El comandante convertido en presidente del Tercer Reich asumió el poder tras el suicidio de Hitler, sorprendió a todos con su ascenso y salió casi ileso del juicio de Núremberg.

En medio del caos del colapso nazi, mientras Berlín ardía bajo las bombas aliadas y Adolf Hitler se suicidaba en su búnker, un telegrama clasificado como "muy secreto" y "urgente" cambiaría el destino de Karl Dönitz, un almirante más conocido por su poder en los mares que por su protagonismo en la política del Tercer Reich. Ese mensaje lo nombraba, ni más ni menos, como el nuevo presidente de Alemania. Contra todo pronóstico, Hitler había elegido a un marino para sucederlo en sus últimos momentos de vida.
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El 1 de mayo de 1945, Joseph Goebbels, el infame ministro de Propaganda del régimen nazi, envió un mensaje decisivo a Karl Dönitz. "El Führer murió ayer a las 15:30 horas", decía el telegrama. Pero lo más desconcertante venía después: "El testamento del 29 de abril lo nombra a usted presidente del Reich". Con Goebbels como canciller y Dönitz al mando del moribundo gobierno nazi, Hitler había sellado su destino horas antes de su suicidio.
Lo insólito fue que ni el testamento ni Martin Bormann, jefe de la Cancillería nazi, lograron llegar a Dönitz. Berlín ya estaba cercada por tropas soviéticas y los últimos restos del régimen se desmoronaban. Goebbels tampoco esperó respuestas: ese mismo día se quitó la vida junto a su esposa, tras asesinar a sus seis hijos en el búnker. De pronto, el poco conocido almirante se convirtió en el último líder de la Alemania nazi.
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Dönitz aseguró años más tarde en sus memorias que la decisión lo tomó completamente por sorpresa. "Desde julio de 1944 no había hablado con Hitler, excepto en una gran reunión. Nunca recibí la menor señal de que me elegiría", escribió en su libro Diez años y veinte días, publicado en 1959.
¿Por qué Dönitz y no Göring o Himmler?
La elección de Dönitz fue extraña a los ojos de muchos, sobre todo considerando que Hitler contaba con colaboradores mucho más influyentes políticamente, como Hermann Göring y Heinrich Himmler. Durante años, Göring había sido su favorito, al punto que en 1941 Hitler firmó un decreto que lo designaba como su sucesor en caso de ser capturado o asesinado.
Pero el 23 de abril de 1945, Göring cometió un error, desde Berchtesgaden, preguntó por telegrama si debía asumir el mando del Reich ante el inminente colapso. Hitler lo interpretó como una traición. Lo mandó arrestar y lo despojó de sus títulos. Algo similar ocurrió con Himmler, el líder de las SS, quien intentó secretamente negociar con los aliados para una rendición parcial. Al enterarse, Hitler lo consideró un traidor.
Ambos quedaron descartados. Así fue como el nombre de Dönitz emergió como una figura "fiel y profesional", alejada de las intrigas políticas de Berlín, pero leal al Führer hasta el final. Hitler lo respetaba por su papel crucial en la guerra naval y su compromiso con los ideales nazis.

El arquitecto del terror submarino
Aunque desconocido para el gran público, Dönitz no era un aparecido. En plena Segunda Guerra Mundial, había sido portada de Time en dos ocasiones, reconocido como el cerebro detrás del arma más temida por Winston Churchill: los submarinos alemanes. Dönitz transformó la flota de U-boats en una fuerza letal que hundió más de 3.500 barcos aliados y provocó millones de toneladas en pérdidas.
Convencido de que los submarinos eran la clave para ganar la guerra, incluso antes de que los nazis llegaran al poder, Dönitz trabajó desde 1936 en reconstruir la armada submarina, violando discretamente el Tratado de Versalles. Su estrategia más exitosa fue la llamada "manada de lobos": una táctica que consistía en atacar en grupos coordinados los convoyes aliados, con movimientos veloces y coordinados en plena oscuridad.
La cúspide de su campaña llegó entre enero y agosto de 1942, en lo que los marinos alemanes llamaron la "época feliz". Durante ese periodo hundieron más de 600 barcos con pérdidas mínimas. Sin embargo, el equilibrio comenzó a cambiar en 1943, cuando los aliados mejoraron sus tácticas antisubmarinas con ayuda del radar, aviones de largo alcance y el desciframiento de los códigos navales alemanes.
El último Führer
Pese a sus hazañas militares, Dönitz nunca fue una figura política prominente durante el régimen nazi. Solo a partir de 1943, cuando fue nombrado comandante supremo de la Armada alemana, comenzó a tener contacto regular con Hitler. Sus reuniones se hicieron frecuentes, y poco a poco se ganó su confianza hasta convertirse, inesperadamente, en su elegido.
Tras asumir el mando el 1 de mayo de 1945, Dönitz formó un nuevo gobierno con sede en Flensburgo, al norte de Alemania. Su principal objetivo fue negociar una rendición ordenada ante los aliados, lo que logró parcialmente el 8 de mayo, cuando Alemania firmó la capitulación incondicional que puso fin al conflicto en Europa.
Su mandato duró apenas 23 días. El 23 de mayo fue arrestado por tropas británicas junto al resto de su gabinete.
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Un juicio polémico y una condena leve
Durante los Juicios de Núremberg, Dönitz fue acusado de crímenes de guerra, en especial por autorizar el ataque a barcos mercantes sin previo aviso y por emplear tácticas de guerra submarina consideradas ilegales. Sin embargo, su defensa logró un punto clave: demostrar que los aliados, incluidos Estados Unidos y Reino Unido, habían adoptado métodos similares durante el conflicto.
Fue sentenciado a 10 años de prisión, una pena leve si se compara con la de otros jerarcas nazis. Cumplió la condena completa en la prisión de Spandau y fue liberado en 1956. Durante ese tiempo, conservó su pensión como militar y nunca mostró arrepentimiento público por su papel en el régimen.
En sus memorias, defendió su gestión como necesaria para evitar un derramamiento de sangre aún mayor en los últimos días del Reich. Afirmó que había asumido el cargo por "deber con Alemania" y no por ambición.
Un legado incómodo
Dönitz murió en 1980, a los 89 años, y fue enterrado con honores militares, lo que generó controversia en Alemania. Aunque su papel político fue breve, su figura continúa dividiendo opiniones: para algunos, fue un soldado que solo obedecía órdenes; para otros, un ferviente nazi que colaboró con un régimen criminal y salió casi impune.
Hoy su historia recuerda que incluso en las sombras del colapso más brutal del siglo XX, las decisiones más inesperadas pueden cambiar el curso de la historia. ¿Cómo fue posible que el último presidente del Tercer Reich saliera tan bien librado? La respuesta aún inquieta tanto a los historiadores como a cada una de las personas que sabe de su existencia.
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