El historial criminal de Daniel Arizmendi López, su método de mutilación, las sentencias que enfrenta y las confesiones que helaron a México.

Su apodo no fue simbólico ni exagerado: se convirtió en la descripción literal de un método que transformó la extorsión en un acto de terror absoluto.
Su apodo no fue simbólico ni exagerado: se convirtió en la descripción literal de un método que transformó la extorsión en un acto de terror absoluto. Créditos: Cuaertoscuro.

El nombre de Daniel Arizmendi López permanece tatuado en la memoria colectiva de México como una cicatriz que no termina de cerrar. Apodado “El Mochaorejas”, su figura simboliza uno de los periodos más oscuros del secuestro en el país, cuando el crimen organizado operaba con una brutalidad que parecía no conocer límites y la mutilación se convirtió en una estrategia de presión.

Durante la segunda mitad de los años noventa, una banda de secuestradores sembró el pánico en el Valle de México. No sólo exigían rescates millonarios: enviaban fragmentos humanos como mensajes. Orejas y dedos viajaban en sobres improvisados para demostrar que el tiempo se agotaba. Al frente de esa maquinaria de horror estaba Arizmendi, un hombre que nunca ocultó su frialdad ni su ausencia de remordimiento.

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Orígenes de una violencia anunciada

Daniel Arizmendi López nació en 1958 en Morelos y creció en un entorno marcado por la violencia doméstica, el alcoholismo y la precariedad. Su infancia estuvo atravesada por golpes, abandono y resentimientos familiares que, con el paso de los años, se transformaron en una relación funcional con la agresión.

La mudanza a la Ciudad de México no fue un punto de quiebre, sino el inicio de una ruta delictiva más amplia.

Desde adolescente tuvo encuentros tempranos con la ley por robo de automóviles. Esa práctica se perfeccionó más adelante, cuando trabajó brevemente como policía, etapa que le permitió aprender técnicas para abrir vehículos y evadir a las autoridades. Aquello no fue un desliz, sino el ensayo de una carrera criminal más ambiciosa.

Del robo al secuestro: el salto definitivo

La transición de Arizmendi al secuestro ocurrió cuando comprendió que la privación ilegal de la libertad ofrecía ganancias inmediatas y desproporcionadas. Formó una red integrada por familiares directos, hermanos, cuñados, su esposa y, con el tiempo, incluso sus hijos. El crimen se volvió una empresa doméstica.

En una entrevista concedida tras su captura, Arizmendi habló sin rodeos sobre esa complicidad familiar:

“Si se llama involucrar a comprarle autos y casas, sí involucré a Lourdes, a Dulce y a mis hijos. Sea bueno o malo el trabajo, uno trabaja para las personas que quiere”.

Ese pragmatismo fue la base de su estructura criminal. Las casas de seguridad se multiplicaron, los rescates crecieron y la banda comenzó a operar con una lógica casi industrial.

El nacimiento del apodo que heló al país

El sobrenombre “El Mochaorejas” no fue una exageración mediática. Surgió cuando Arizmendi decidió elevar la presión psicológica sobre las familias que se negaban a pagar rescates. El secuestro de Leobardo Pineda marcó el punto de no retorno. Tras semanas sin pago, Arizmendi tomó unas tijeras de pollero y ejecutó la mutilación que definiría su modus operandi.

Las orejas enviadas como advertencia se convirtieron en una firma criminal. No era solo violencia: era un mensaje cuidadosamente calculado. A partir de entonces, la mutilación se volvió recurrente, casi protocolaria, en los secuestros de la banda.

Especial.
Tras semanas sin pago, Arizmendi tomó unas tijeras de pollero y ejecutó la mutilación que definiría su modus operandi. Créditos: Especial.

Un negocio alimentado por la impunidad

Entre 1995 y 1998, la organización operó con una libertad inquietante. La complicidad de elementos policiales permitió que los secuestros se repitieran sin consecuencias inmediatas. El dinero fluía y con él llegaron excesos: centros nocturnos, alcohol, drogas y una sensación de invulnerabilidad que terminó por fracturar al grupo.

La desconfianza interna llevó a Arizmendi a ordenar asesinatos dentro de su propia banda, debilitando la estructura criminal y acelerando su caída. La detención de su esposa y de dos de sus hijos fue el golpe que terminó por cerrarle el cerco.

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La captura y la sentencia

El 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi López fue detenido sin oponer resistencia. Su arresto fue presentado como una victoria histórica contra el secuestro. Años más tarde, sería condenado a 393 años de prisión por diversos delitos, además del aseguramiento de millones de pesos y propiedades adquiridas con dinero ilícito.

Durante el proceso judicial, su actitud no cambió. No hubo súplicas ni discursos de arrepentimiento. Su rostro frente a las cámaras reflejaba una calma perturbador.

PGR.
El 17 de agosto de 1998, Daniel Arizmendi López fue detenido sin oponer resistencia. Créditos: PGR.

Las confesiones que paralizaron a México

La entrevista que concedió a Javier Alatorre en 1998 es considerada uno de los documentos periodísticos más impactantes del país. Frente a las cámaras, Arizmendi respondió con una frialdad que desconcertó incluso a los especialistas.

Cuando se le preguntó si sentía algo al mutilar a sus víctimas, respondió:

“Nunca sentí nada”.

Al hablar sobre sus motivaciones, descartó cualquier justificación emocional o económica:

“Mucha gente piensa que es por dinero, pero nada más era por saber si sabía hacerlo o no podía hacerlo. Era un reto”.

Incluso reconoció la posibilidad de no estar mentalmente bien:

“Probablemente no esté tan bien de mi cabeza como me veo”.

El único gesto de disculpa

Hubo una excepción en su historial de indiferencia. Tras el asesinato de Raúl Nava Ricaño, Arizmendi escribió una carta dirigida a la madre de la víctima. El contenido fue leído durante una entrevista posterior:

“Sra. Nava: ‘Le juro que no le guardo odio ni rencor por sus agresiones hacia mi persona, al revés la comprendo y le doy la razón. Yo sé que merezco eso y más. Sra., le juro que estoy arrepentido de haber privado de la vida a su hijo Raulito. Sra., si para reparar ese daño yo tuviera que entregar a uno de mis hijos le juro que lo haría’”.

Fue el único momento en que verbalizó arrepentimiento, aunque nunca dejó de minimizar la gravedad de sus actos.

Absoluciones, sentencias y una libertad imposible

Décadas después, el nombre de “El Mochaorejas" volvió a los titulares cuando una jueza federal lo absolvió de un delito específico de secuestro por insuficiencia probatoria. En el fallo se estableció:

“Toda vez que la carga de la prueba corresponde a la parte acusadora, que en el caso es la representación social de la Federación y, atendiendo al principio de presunción de inocencia que se consagra en la Carta Magna, no es procedente emitir juicio de reproche y se absuelve de la acusación ministerial”.

También se reconoció que una condena por delincuencia organizada ya había sido cumplida:

“Por tanto, a la fecha (4 de noviembre de 2025) en que se emite la presente sentencia, han transcurrido más de veinticinco años, esto es, más del término de la pena impuesta”.

Sin embargo, estas resoluciones no significaron su liberación. Otras condenas vigentes superan los 250 años de prisión, por lo que Arizmendi permanece recluido en un penal federal.

El legado del terror

El caso de “El Mochaorejas" redefinió la percepción del secuestro en México. Sus métodos obligaron a replantear estrategias de seguridad y dejaron una huella imborrable en la sociedad. Más allá de las cifras, su historia es el retrato de un criminal que nunca negó lo que fue.

Como él mismo afirmó cuando habló de la posibilidad de quitarse la vida en prisión:

“No tengo el valor de matarme. Todos somos valientes para hacer maldades, no para que nos las hagan”.

"El Mochaorejas" no es sólo un nombre. Es el recordatorio de una época en la que el miedo viajaba en sobres manchados de sangre y el silencio costaba orejas.

Cuartoscuro.
Otras condenas vigentes superan los 250 años de prisión, por lo que Arizmendi permanece recluido en un penal federal. Créditos: Cuartoscuro.

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